domingo

Estribo Amargo (Poli Délano)

Yo IBA en la micro y tú ibas en la micro un poco más adelante y nos miramos algunas veces y nos sonreímos, pero no nos conocíamos, porque de lo contrario al ir quedando medio vacía habría sido estúpido no acercarnos, no juntarnos más para conversar y a mí no me hubiera cacheteado esa vergüenza por no atreverme a decirte nada y no habría, como tuve, tenido que dejar de hacerte guiños y dar vuelta la cara porque ahora era absurdo seguir el duelo desde lejos —tú al centro, yo atrás— cuando casi nadie más que nosotros quedaba de pie, ni esperar a que bajaras, cerca de Plaza Brasil, para bajarme también y seguirte a ciertos metros —mirabas cada cierto trecho para atrás— hasta ir armándome de coraje, venciendo el asqueroso temor que me come siempre que el fracaso es posible a pesar de la evidencia del éxito, porque podías, ¿o no?, decirme que me fuera al carajo, mocoso, y situarme a tu lado como a mitad de cuadra y sacar voz y hasta dármelas un poco de seguro de mí mismo.
—Perdone —te dije torpe—, estoy seguro de que nos hemos visto en otra parte.
—Sí —tú no demoraste nada en balbucear—. Fíjese que yo tengo la misma impresión, pero no recuerdo...
—¿Dónde sería?
Pero ya no importaba dónde hubiera sido, porque tú y yo sabíamos que todo eso era chiva, que nunca antes nos habíamos visto hasta la micro, y el hecho es que íbamos caminando juntos de frente al sol declinante —dirección Quinta Normal— a esa hora en que atardece tan rosado en los extremos de todas las calles que apuntan hacia el mar, íbamos caminando, conversando, y yo había perdido mi terror y era, entonces, de nuevo, como en la micro, al primer guiño, el jovencito de la película que empezábamos a filmar, muy inflado y satisfecho, respirando a todo pulmón, cuando llegamos al fin de la caminata y me dijiste "Aquí vivo" y yo no supe muy bien qué decirte, aun sabiendo que tenía que hacerlo, porque además tú esperabas que te dijera algo. Miré tu casa, una casa típica de Catedral: puerta doble y con vidrio a la vereda, una larga escala recta hasta el alto segundo piso, vieja, con ineludible facha de pensión, aunque se adivinase por cierto en ella un pasado mucho más glorioso. Luego te miré a ti y tú esperabas, tus ojos centellaban deseos de que todo no fuera a morir ahí. Pensé decirte que siguiéramos caminando un rato más, pero la hora era la hora y yo no tenía plata en el bolsillo como para invitarte a tomar once en alguno de los boliches de la plaza.
—¿Qué vas a hacer a la noche? —te dije finalmente.
—Nada especial. —Listo. Me dejabas tomar la batuta, pero sin perder el control que te daban los años de ventaja. Estaba listo. Ahora ya nadie se podía correr y el asunto marchaba sobre rieles.
—Juntémonos...
—Bueno...
—¿A las ocho y media?
—Bueno...
—¿En la esquina de Los Gobelinos?
—Bueno...
Cada vez que decías "bueno", me dabas una miradita irónica, pero lo fantástico es que cada vez que decías bueno, decías bueno y eso era lo que contaba. Se me ocurre que cuando nos despedimos, sabías mejor que yo cómo iban a ser las cosas.

—Yo que soy el dueño, no tiro ni la mitad, mientras que el perla...
—Cuestión de suerte.
—Cómo se las arregla el hombre, ah.
—La percha.
—¡La percha! No tiene facha ni para vender plumeros el huevón. ¡La percha! Las patas, diría yo. A ver, ¿quiere tirar gallito el siete machos?
—¿Hay trago?
—Una botella de pisco y un poco de gin, ¿quieres ...?
—No, no. Preguntaba.
—Ah, ya. Fuera de ensuciarme las sábanas, me vas a lomar el trago. Bueno, si no tienes plata, usa el trago. Hay queso también. Y dos discos nuevos. Y algunas revistas de señoras, para que se entretenga si no se te para.
—¿A qué hora piensas volver?
—A las once. Mañana hay clases temprano ¿No vas a ir?
—No sé. Dame hasta las doce, gallo. No es llegar y meterse a la cama al tiro. Acuérdate que es primera vez.
—Once y media. Tú acuérdate de que hay clases temprano.
—Bueno, once y media, pero como siempre, tocas el timbre dos veces antes de meter la llave.
—Te aconsejo que no estés aquí cuando llegue. Voy a comer donde los Wood y eso ya es bastante sacrificio, si piensas que tendré que hacer sobremesa hasta las once...
—Jode un poco a la Silvia, no es nada de mala.
—No va a la pelea.
—A la vieja, entonces...
—No estaría mal, la verdad. Un día la voy a traer con cualquier pretexto.
—Pero no te la tires en mis sábanas.
—No jodas más. Déjame estudiar. Desde las nueve el departamento es tuyo. Ahora lárgate, o te quedas tranquilo.


Eran las ocho treinta, las ocho cuarenta, las ocho cincuenta y empecé a impacientarme primero y después a desesperarme porque por ninguna de las cuatro calles te divisaba apareciendo y no es que me importara demasiado, en el fondo no me importaba un pito, o un rábano, o una breva, o una hueva, o una mierda, o un cuesco, sino que a veces —y ésta era una— cuando uno se hace el ánimo, sobre todo si has tenido que hacer preparativos, dejar una cama con las sábanas limpias, el pisco listo, los vasos en la mesita, si has tenido que comprar papitas fritas y una lata de aceitunas, y jodes a tu compañero de curso, a tu amigo, para que se joda de veras y tampoco pueda preparar la prueba, pero sin la compensación que te propones tener, has tenido que faltar a reunión de base porque después de todo —y de alguna forma estás también reprochándotelo— estas cosas vienen con ángel, vienen y si no las agarras también con ángel, se van simplemente y después, cuando quieres, un palmo de narices, te dan, un portazo en el ojo, una cachetada que te deja ardiendo las orejas y, entonces, al volver a mirar el reloj te entra esa comezón desazonadora de como si se estuviera acabando el mundo, de como si el único camino limpio que te quedara fuese irte lisa y llanamente a la cresta, ya qué entonces. Y la vista se multiplica y hasta logras mirar más lejos y distinguir entre dos viejas pintiparadas con dos sombrerudos caballeros que les cuelgan de los brazos, adelantándose, un vestido amarillo que cuando llega resulta que es de lana y que te queda como si una hada lo hubiese hecho a varillazos mágicos para tu figura.
Y estamos juntos en la esquina y quiero disimular en mis palabras toda huella de ese nervio angustioso que me pasa una escofina debajo de la piel, porque tengo que ser muy ducho, muy de mundo.
¿Me atrasé mucho? —preguntas con cara de perdón.
Pero ya viéndote allí qué me importaba, si todo lo que me importaba era que estabas justamente allí, frente a este puma, esperando que yo dijera algo, que indicara una dirección, que invitara.
No —te dije. Y luego, con pocas ganas de mirarte, pero mirándote, porque si no, cómo, te pregunté qué querías hacer, ir al cine a ver Picnic, que estaba de moda, o ir a “mi” departamento, te dije, a bailar un rato y tomar un trago y tú no pesaste las dos cosas sino que sabías muy bien a lo que ibas y partimos caminando en dirección al Parque, a Santo Domingo 580, para ser exacto.
Allí corrió todo sobre ruedas. Tomamos un pisco sour que no tardé mucho en preparar, porque ya estaba preparado, y después otro, con unas papitas, unas aceitunas, y después otro. Los dos estábamos algo así como felices, como eufóricos, a pesar de que no nos conocíamos y eso quita libertad, pero como felices nada más que de vivir, como cuando se encuentra un momento que largamente se ha esperado. Y otro más, y luego de pronto bailábamos apegados y hacía calor aunque era primavera y era noche, hacía calor y el vestido amarillo de lana se te pegaba al cuerpo cuando empecé a palparte, primero con delicadeza, después con esa furia que enciende exclamaciones a las que tú también respondías con otras exclamaciones encendidas, y en un baile prolongado fuimos conociéndonos mucho —instruyéndonos mucho— con ese conocimiento que sólo da la piel, fuimos cayendo poco a poco a la cama y te saqué con destreza el vestido de lana amarilla y entre tangos, entre boleros, entre uno que otro rock, estábamos ya bien desnudos mudándonos sobre la colcha y yo te besaba de arriba a abajo, pasando por todas, por cada una de tus partes fragantes como flores recién abiertas, tus senos, tu vientre suave, tu sexo dulce y ácido que hubiera querido coronar, revestir de perlas, cubrir de nácar, incrustar de esmeraldas, sorberlo, tus piernas, tus tobillos, las uñas de tus pies, y tú eras terriblemente libre y la expresión de goce era muy pura, sin angustias, sin remordimientos, hasta que, torpe esa primera vez, fui terminando de poseerte y quedamos, con los cuerpos resbalosos de sudor, algo exhaustos, relajados, pero muy dentro el uno del otro, hasta que nuevamente vinieron las palabras y entre flores y flores, me asestaste el mandoble que me pilló sin guardia, que me volteó, ineludible, al preguntarme si nos veríamos mañana, y decir yo que no sabía aún, y decir tú que ojalá que sí, y que pasado también, porque el viernes llegaba tu novio de Buenos Aires y sería más difícil después, a menos que la hora... mandoble sin guardia porque ya te amaba yo, te estaba amando con furia, frenético, y no hubiera querido la existencia de ningún mierda de novio, y que me volteó también, ineludible, porque era preciso, pensé, era preciso el desparpajo en alta dosis para esos petardos sonoros, para acordarse del novio a poto pelado y nombrarlo y ¿sonreír ante su recuerdo? desnuda sobre una cama en la que ha hecho delirar el placer; y entre flores y flores, también, me invitaste a la ducha y yo te dejé ir y cuando un poco después te seguí y me metí bajo la lluvia tibia, dijiste, "quién te invitó a ti", y yo dije "tú" y me hinqué y con el agua chorreándome entero te hice otra vez delirar a besos, a lengüetazos, a mordiscos.


—¡Hasta cuándo vas a seguir despotricando contra todo! Toma, tomemos "el estribo" y partamos de una vez, que vamos a llegar tarde, mierda.
—Pero ya sabes...
—No, no. Terminemos con eso. Lo que te dije es la última palabra.
—Pero, maricón...
—No me vas a hacer cambiar.
—Los amiguitos que se gasta uno.
—Decisión indeclinable.
—Para amigos así, mejor enterrarse...
¡Qué tengo que ver yo con tus polvos! Te lo has llevado tirando todo el mes, todos los días, a las horas más raras. Ya no puedo llegar a mi propio departamento; tres veces por semana tengo que andar haciendo tiempo como imbécil antes de venir a acostarme, y cuando voy a prepararme desayuno, encuentro las tazas sucias, el azucarero vacio, ¡ándate a la cresta! ¡Hasta cuándo!
—Y dices que soy yo el que despotrica...
—Bueno, tú alegas porque no te presto el departamento. Yo alego porque no puedo seguir viviendo así, con todo patas arriba, en una casa de putas semejante.
—Una semana más.
—Una semana más, una semana más. Déjame que me ría ¡De aquí te tienen pescado, de la jeta! Están haciendo lo que quieren contigo y no te das ni cuenta. Si el amor es tanto, ¿por qué no manda a su novio de una vez a la cresta?...
—¡Ya, córtala! Te estoy pidiendo el departamento, y no consejos.
—¿Sabes por qué? Porque es argentino y es diplomático y en cambio tú no eres más que un pobre y triste huevón que así como vas, pierdes el año, y que además hacen lo que quieren contigo.
—Bueno, ya, ¿sí o no? Para qué seguir...
—Sí, ya. Pero una sola vez más, para que se peguen el del estribo, para que se despidan y te puedas dar el lujo de decirle unas cuantas cosas. Mañana, si quieres, te lo dejo toda la noche.


Bueno, llegaste como siempre un poco tarde, con ese retardo que primero me intranquilizaba y después me empezaba a desesperar; llegaste con otro vestido delgado de lana, no amarillo, que te trajeron de Buenos Aires, por la mierda, ¡de Buenos Aires!, y me preguntaste, como siempre, si hacía rato que te esperaba y yo, respirando de nuevo, te dije que no y estaba tan nervioso y angustiado, que ni te di el abrazo quebrante y crujidor con que te aguardaba y que me exigías siempre, porque después de todo, era la del estribo, y mañana ya no más, no sólo porque tenía que dejar el departamento, te dije, sino porque tú misma —me lo habías dicho esa misma mañana— ibas por última vez, ya que no podíamos seguir desquiciándonos así, dijiste, tú no haciendo nada de lo que debías hacer, rehuyendo un poco, o mucho, al argentino con quien después de todo estabas por casarte y quien te decía últimamente, lleno de extrañeza, que si ya no lo querías, que qué te pasaba, y yo, faltando a clases, perdiendo el año porque los parques en la mañana, el cerro por las tardes, la cama por las noches, importándome un bledo todo, atormentándome un poco al pensar que qué sería de la revolución si todos los revolucionarios fueran como yo, te dije, pensando que esa voluntad que siempre había creído firme, se desmigajaba como un pan de hace tres días por tus piernas blancas y almibaradas, tus pechos fragantes que alguna vez iban a estar perfumados de leche de otros hijos, pensando que ese ser indestructible que era yo, podía ser destruido, aniquilado por una mujercita con quien una tarde en la micro nos guiñamos inocentemente los ojos y, entonces, dijiste, no podía ser, no tenía sentido y lo mejor era, pues, la cordura, la razón, ¡Dios mío, la razón!, y yo me preguntaba si acaso tú te habrías preguntado por qué te pedía tus fotos de colegio, en malla de ballet, en shorts de gimnasia, a los siete, a los diez, a los doce, a los quince, a todos los años, y por si no hubieras llegado a preguntártelo quise decirte lleno de ternura que yo las miraba, que te miraba en todas las edades porque te amaba desde siempre, y que de seguro te seguiría amando, desde la piel, desde la sangre, aun cuando tuviéramos sesenta y cuatro años, pero callé, callé y no dije nada, porque después de todo tú desertabas, tú me tirabas de un puntapié al tacho y dejabas que me comieran los buitres, y supe esa misma mañana que no habría persuasión, que ésta sí que ésta sí era de verdad la del estribo y, métale pisco, huif ay ay ay, y entonces, como no pensaba rebajarme, ni pedirte, ni rogarte, no pensaba permitirme un solo llanto, ni un solo gesto de dolor, ni una palabra de lamento, no te di el abrazo quemante con que te aguardaba, sino que te hice pasar sin tocarte siquiera y nos sentamos y yo estuve con el habla adentro un rato largo y tú, entre parlanchina y descifrante, hiciste tiempo preparando un trago y después de servirlo sacaste de la cartera un paquetito y me lo diste mirándome a los ojos con tristeza y yo te dije entonces, pero con la voz muy firme a pesar de la angustia, "¿de veras nunca más?" y tú me diste un beso leve, de esos que no me gustan, rápidos, tantalizantes, y me dijiste "ábrelo" y yo lo hice, nervioso y sobre la pared del hermoso encendedor de plata, grabadas finamente, estaban las palabras "adiós y gracias, gracias" y supe que el adiós era porque te ibas, y que el gracias, gracias era porque yo te había hecho, como nunca nadie sentirte mujer y sentirte amada desde los huesos y desde la piel, y me vino la rabia, porque lo hallé muy absurdo, pero después de todo, ya cuánto me lo habías dicho, los dados estaban tirados, yo era un mocoso sin futuro visible todavía, él, un diplomático argentino, con viajes, con países, con tanta, tanta vida; absurdo, sin embargo, porque la vida entonces qué, ah, ¡entonces qué! Y no pude ser ni tierno en la cama, sólo hosco primero, brusco después, y bestia al final, cuando te dije que eras una puta, una puta de buen precio y que te fueras, que te pusieras la ropa, tus calzones de puta, tu sostén de puta, tu estúpido vestido de lana de otro color, traído de Argentina, y te mandaras cambiar de una maldita vez, y que si me topabas en la calle, no osaras saludarme, porque el asco me haría dar vuelta la cara y vomitar, y tú quisiste acariciarme, sedar mi ataque, y entonces te lancé el bofetón y desnuda, hecha un ovillo, lloraste en el sofá, y no te consolé y seguiste llorando, como esperando que los ángeles me devolvieran la gracia, hasta que la ira me hizo también llorar y te grité de nuevo que te fueras, antes de tener que echarte a empujones; y cuando saliste ni siquiera te miré y habrás pensado quién sabe qué cosas, pero querrías que te contara que esa noche me la sufrí entera, me la lloré de punta a cabo, que fue la única noche de mi vida en que si hubiera tenido un revólver a la mano lo habría posado contra mi sien y habría hecho presión sobre el gatillo, porque lo que acababa de perder para siempre era apenas tanto amor, tanta vida, tanto amor, y lo que venía después no era sino un hoyo negro, pero lo que te voy a decir es otra cosa: pese a la noche, todo el pisco del barrio me hizo dormir hasta el otro día que ¡por la mierda! era otro día.

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